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Juegos de
la infancia
De haber terminado la primera mitad
del siglo veinte, con mi hermano y mis her-
manas, felices abandonábamos los libros,
cuadernos y lápices, para irnos al campo de
nuestro abuelo a disfrutar de las vacaciones
escolares veraniegas. También llegaban
a hacernos compañía nuestros primos y
otros niños vecinos de más o menos de la
misma edad, con los cuales compartíamos
los mismos juegos, travesuras, caminatas,
competencias de cualquier cosa…
En relación a este último, no puedo
olvidar las “diabluras” que, a escondidas
de nuestros mayores, solíamos ejecutar,
como por ejemplo: Cuando nos mandaban
a rodear los chanchos hasta el río, para que
allá permanecieran todo el día, tomen agua
y dejen de molestar en torno a las casas, huertos o chacras, molestando, ensuciando o haciendo daño. Antes de llegar al río, al pasar por un lugar del potrero que
llamábamos “la cancha”, hacíamos las apuestas de “carreras en chanchos”. Engañábamos a los cochinos rascándole la guata, para despacito montar sobre el lomo,
y tomados de las orejas o los palos de éstos para no caernos, le poníamos las espuelas y partíamos a ver quién ganaba. Rara vez llegaba alguien a la meta, porque
casi todos quedábamos desparramados en el suelo.
“Mojados y embromados”
Así también, recuerdo otra “diablura”, grosera y poco elegante, que me resulta difícil dar a conocer, pero, el papel aguanta-. Se trata de la competencia de quién
se subía a lo más alto de un roble, que previamente elegíamos, para desde lo alto, encaramados y equilibrándonos entre a las ramas, evacuar la vejiga e incluso el
vientre. Los más lentos perdían, por haber quedado a medio trepar, además de quedar “mojados y embromados” como era lo previsto.
La otra “diabluras” que solíamos hacer era al comenzar la cosecha del trigo, cuando llegaban a acampar alrededor de una enorme mata de arrayán, tres familias
de cosecheros medieros, cargando sus respectivos aperos, camas y petacas. Y por supuesto, los utensilios para la preparación de alimentos. Las olletas, cacerolas
y sartenes se colocaban sobre “morillos”, enrojecidos por el calor de brasas que se mantenían prendidas durante el día.
Frecuentemente las encargadas de la cocina, cuando pasábamos cerca de ellas, nos ofrecían sopaipillas, empanadas u otros embelecos. A veces aceptábamos;
pero esa no era la gracia. Porque, al primer descuido le robábamos una media docena de empanadas para en seguida rápidamente trepar y subirnos al arrayán. Y,
escondidos entre el follaje, disfrutar de su sabrosura. Muchas veces nos quemábamos, pero igualmente soportábamos el calor de las recién salidas del sartén; las
que, al parecer, las encontrábamos más ricas porque eran “robadas”.
Recuerdos con nostalgia
En aquel tiempo gozábamos con las “carreras de chanchos”, porque casi siempre quedaba más de un jinete desparramado en el suelo, y eso nos divertía mucho.
Pero hoy en día, si efectuáramos lo mismo, no faltarían los amigos de la protección de animales, sobre todo si supieran que las espuelas que usábamos eran unos
clavos que nos poníamos entre la suela de los zapatos. ¡Qué barbaridad! Ahora me arrepiento.
Con respecto a la “subida al roble”, los más ágiles, por ser quizás los más cercanos al parentesco con el antropoide, siempre ganaban al subir. Sin embargo, ellos
también terminaban embromados; porque al bajarse, necesariamente tenían que tomarse de las ramas orinadas y embadurnadas con detritos intestinales. De esta
“gracia tan chabacana”, que no merecer ser repetida, ahora también me arrepiento. No obstante, también me conformo por ser un desacierto no más objetable
que el mechoneo universitario que se practica hoy en día.
En cuanto al “robo de empanadas”, la gracia era esa: robarlas. Eso creíamos en ese entonces, desternillándonos de la risa, mientras devorábamos las empana-
das. En estos momentos, al reflexionar acerca de esa lejana diablura, a veces pienso que pudiese haber sido alguna manifestación atávica de nuestros ancestros y
quizás de ahí nos vendrá eso de los saqueos, tan en boga en estos días. Claro que sin destrozos.
Recuerdo con nostalgia aquellos lugares que también han cambiado, por ejemplo: el arrayán que se distinguía airoso en medio de la loma de un potrero, cual
gigantesco paraguas o quitasol, en el que ululaban enjambres de abejas en busca de su polen. Así como empeñados en el mismo afán, zumbando los moscardo-
nes chilenos (bombus dahlbomii, quizás extintos). O guareciéndose en sus ramajes, los chercanes que chillando protegían sus nidales; u otras visitas paseantes
como diucas y chincoles, zorzales y tencas, tordos y loicas. Sin olvidar a los habitantes de los vericuetos de su tronco; tales eran los grillos y escarabajos, lagartijas
y matuastos, en los que también solía invernar una linda culebra jaspeada. Esa biodiversidad ahí ya no existe; porque el nuevo dueño de aquel campo mandó a
cortar el arrayán para tener espacio a plantaciones de pinos. ¡Una barbaridad, auspiciada por el Estado de Chile!
No sé si para olvidar o seguir recordando, sólo puedo dedicar unos versos como los siguientes, cuando perdí parte de ese campo, que era mío.
El Arrayán…
Encaramado, prendido al rojo troncaje
gozando el aroma de sus blancas flores
y la dulzura de sus azules retintos frutos,
recuérdeme oculto entre su verde follaje.
Alonso Herrera Vega (Ahacheve)
(84 años)