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16 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE







           Mi viejo olmo



             Tengo la sensación de que en mi infancia habían pocas cosas típicas, sin querer decir
           que sienta que haya sido más espectacular que la de otros niños. Hoy, las situaciones me
           parecen un poco inusuales, más quizá, y muy diferentes a las pandillas de niños ochen-
           teros como los de la Serie “StrangerThings” o a la vida de los niños y jóvenes actuales.Pero
           incluso, con respecto a mis congéneres, al parecer fui una especie de marciano adoptado
           que nunca encajé bien en Chimbarongo, el pueblo donde residía.
             No recuerdo la escuela con tanto cariño. Más bien sufrí muchas veces, a costa de burlas
           de compañeros que quizá no se percataron del peso de sus palabras o de sus maltratos.
           Sin embargo, en la escuela aprendí muchas cosas que, increíblemente, todavía recuerdo.
           Cada marzo esperaba volver a tener clases con algo de impaciencia. Me enamoré de las
           palabras en primera instancia, de leer y entender un idioma extranjero y el propio, de
           manera sobrentendida. También disfrutaba trazar las curvas que se convertían en letras
           en un cuaderno de caligrafía. Pero el trayecto a la escuela o a comprar algo para la once, o
           qué sé yo, no era inocuo, mi corazón parecía descontrolado a punto de explotar cuando
           tenía que pasar por frente de las personas o saludar a algún vecino.

             Recorrer el mundo entero
             En el gran patio de la casa de mis padres, era otra la sensación, fue mi mundo privado.
           Pasé muchos veranos inventando juegos en solitario o también losque organizábamos
           junto con mis hermanos. ¡Claro!, ahora que lo pienso, muchos se me ocurrían a mí. Jugá-
           bamos con mis hermanos diseñando una historia completa para nuestra entretención.
           Un verano jugamos a la escuela, y les enseñé alguna cosa que ya no recuerdo. Al parecer,
           ya sabía que quería ejercer la docencia, porque ahora reflexiono sobre estos recuerdos y
           me parece tan obvio. Me acuerdo que me gustaba mucho la Geografía y revisar los mapas,
           de eso les debo haber hablado. Recorría el mundo entero y los países más extraños con el
           regalo de mi madre, un atlas del Editorial Zig-Zag. Y, sin duda, disfruté mucho de apren-
           der las capitales de todos los países, cuando aún existía la Unión Soviética y Yugoslavia
           ¡Cómo disfruté de esos cambios en las fronteras! Quería saber más de Macedonia, Esto-
           nia y Ucrania, por nombrar a algunos nuevos países cuando aparecieron en los mapas.
           Leía mucho de animales y de los dioses griegos, en los Icarito, esos suplementos que
           venían con el diario La Tercera y que me traía semanalmente mi padre. También aprendí
           con la tremenda enciclopedia Monitor que editó Salvat y que mi madre coleccionó en
           fascículos antes de que tuviera conciencia.
             Otra vez, en el patio construimos una casa, bastante precaria, por cierto, con desechos
           y materiales que encontramos en la propiedad. Tal vez,habían muebles de mi madre o de
           mi abuela, pero de lo que sí estoy seguro,fue de haber usado una alfombra no tan vieja
           en el piso. ¡Vaya!, si mis padres no eran personas ricas. Ahí nos pasamos encuevados
           semanas con Lisset y Alexis, pues mis otros dos hermanos aún no estaban “en proyec-
           to”, como decía mi madre.


                                   De soledades y animales
                                   No obstante, de agradecer haber tenido en mi infancia hermanos, mis espacios de soledad también eran muy nutritivos y los
                                atesoro con un poco de nostalgia. Entre las actividades que más disfrutaba sin tanta compañía era compartir con animales. Hubo
                                varios perros en la casa;de todos ellos nunca olvidaré a Nubarrón que tenía un pelaje manchado blanco y negro y que se perdió por
                                meses para regresar más arisco y desconfiado, o a Scooby un perdiguero con orejas largas que desde cachorro era de lo más humil-
                                de y cariñoso. Pero lo que más me gustaba era criar aves de corral, tuve gallinas, patos, algunos gansos y una pava. Esperaba con
                                ansiedad que pasaran los veintiún o treintaicinco días de incubación según el caso, para ver cómo entre el plumón tupido salían los
                                polluelos nidífugos. Tengo muchas historias de la tenencia de estas aves que criábamos para comerlas y por sus huevos, pero que
                                yo amaba como mascotas. Con frecuencia traspasaban los cierres mal terminados y,en algunas de esas ocasiones, se convertían en
                                propiedad o cazuela de los vecinos. Ellos, de seguro, no sabrían que al niño y luego adolescente que fui,qué le significaba perdera
                                un amigo emplumado, algo que me parecía fatal, así como cuando sacrificaban animales para el consumo familiar. Una vez tuvimos
                                un cerdo que entendía a un nombre bastante original (“Porky”), el cual tenía la costumbre de entrar a mi dormitorio (y también de
                                mis hermanos Alexis y Cris), que justo daba al patio y se metía entre la ropa de cama. Después que pasó por el hacha de don Punto,
                                nadie tenía apetito para saborear su carne.

                                   Los suspiros malévolos de los álamos
                                   Inicialmente, el patio estaba dividido por un cerco y el terreno más distante de la casa lo llamábamos “el sitio”. En la parte anterior
                                había un inmenso álamo plateado que todos los años en primavera bañaba de pelusas la casa y la calle. Alcanzó un tamaño gigan-
                                tesco, así lo veía como niño, y sus raíces se asomaban hasta en la casa vecina. Por esta razón, en un momento, mis padres decidieron
                                que había que cortarlo. Por semanas mi casa se convirtió en un aserradero para llevar a cabo tan grande resolución. También había
                                un manzano verde y un níspero de frutos dulces y pequeños que disfruté hasta hace unos años. Habían de esos ciruelosque llaman
                                “fruto de oro”, uno daba sombra donde mi madre tenía una artesa y había otro más al medio del patio. Estos ciruelos inundaban de
                                carozos rojizos o violáceos y pepas el terreno que los circundaba, pero servían de postes para los cordeles donde mi madre tendía la
                                ropa. Entre las plantas de menor envergadura, había un rosal blanco y uno rojo, también un boj que se veían antiguos con sus tron-
                                cos leñosos y que los había sembrado mi bisabuela Genoveva que hacía mucho había fallecido. Antes de la separación hacia el sitio,
                                había unos añosos álamos que con el viento en la noche me hacían imaginar suspiros malévolos, y a sus pies atravesaba una acequia
                                que cruzaba toda la cuadra. Dentro de estepatio se encontraba una trama deotras acequias que recibían las aguas grises delos lava-
                                dos y que llegaban a la acequia principal. A veces estos cursos satelitales olían de forma repugnante, pero me llamaba la atención las
                                extrañas plantas que aparecían en sus orillas. También revoloteaban insectos peculiares, unas raras abejas que parecían detenerse
                                en el aire y, de vez en cuando, también libélulas y mariposas de diferentes tamaños y colores.
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