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24 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE





           Lo más valioso que hice con mis

           manos: aprender a escribir



             Recuerdo que debo haber tenido cinco o seis años de edad, cuando mi mamá me envió a la escuela; es más, el día que me matriculó dijo la frase:  “Lo vengo a
           echar a la escuela”...
             Luego mi abuelo, cuando venían las vacaciones, me preguntaba :  ¿Ya te soltaron?
             Mi tía abuela, por cierto, no tenía ninguna fe en el colegio. Más bien lo consideraba algo inútil, no merecido, no alcanzable, decía “ eso de estudiar es para los
           ricos...”
             Así fue que un día lunes temprano, caminé los cinco kilómetros que había de mi casa a la escuela. Mi corazón estaba lleno de expectativas, colmado de emoción,
           solo lo tranquilizaba la fascinación y miedo a lo desconocido.

             Estoy aquí para no cuidar chanchos…
             Lo primero que preguntó, luego de saludarnos, la única profesora del plantel fueron nuestros nombres, edad y por qué estábamos ahí, como una suerte de
           enrolamiento militar.
             Dije “me llamo Fernán, tengo 5 (o 6 años) y estoy aquí para no cuidar chanchos...”
             Yo tenía claro que como era comienzo de marzo, había que recoger las cosechas de papas, porotos, ajíes, etc. y no debía descuidarme con los animales, que en
           poco rato se podían comer los frutos de las siembras de un año. Además, mi tía abuela, que no creía en los estudios, me advirtió:  “en tanto termines en tu escuela,
           te vienes de inmediato a cuidar la huerta.”
             El día corría de prisa, al momento de ingresar a la sala, mis ojos se clavaron  en la muralla de tablas de pino, sin barniz ni pintura; habían colgado unos afiches
           tipo Mapamundi con las vocales y otro con el alfabeto como se decía en esos tiempos (abecedario). Las letras tenían relieves, como que hacían sombras, redondas:
           eran maravillosas.
             La única profesora debía atender niños de primero a tercero básico, por lo que la dedicación no era tan personalizada, más bien instintiva, poco metódica, no
           tan pedagógica, como diríamos ahora.

             El mágico descubrimiento de las letras
             Dijo entonces la maestra que era pequeñita, enjuta y chillona. Pero nosotros, los niños,  la veíamos enorme, sabia y con mucho poder. Además, su mesón era
           muy grande y estaba sobre una plataforma de unos treinta centímetros, como un juez de policía local. O sea siempre su escritorio era más alto, como una torre de
           control; desde ahí daba órdenes, corregía y recibía nuestros trabajos para su calificación. Siempre en compañía de un puntero de madera, como esos metros que
           usaban en la tienda del turco Yalile en Yungay, que era para medir los géneros y telas.
             Se escucha su voz aguda, de pito, de “sargento negro” de las seriales. “Saquen uno de sus cuadernos. Hoy vamos a dibujar”. Yo no tuve problemas porque llevaba
           solo un cuaderno, de esos de hoja de roneo, de hojas oscuras, con rayas verdosas que en las tapas tenía las banderas de los países de América. Eran los que daba la
           Junta de Auxilio Escolar y Becas. Al rayar casi se rompían y al borrar, si te cargabas mucho con la goma de o con migas de pan, se les hacia un hoyo.
             “Vamos a dibujar las letras que ven en ese mostrario. Iniciaremos con la A”, dijo la profesora.
             Al escribir en mi cuaderno de hojas de roneo, descubro lo más mágico que hasta ese momento me había ocurrido. Se podía bajar del afiche esas preciosas voca-
           les y letras, no eran de la escuela, ni de la muralla, ni de la profesora. Ahora las letras podían también ser mías, sin robarlas, sin quitarlas a nadie, sin perjudicar a
           ningún otro ser humano. Consideré que si yo las dibujé en mi cuaderno, las copié, las reproduje, ese proceso era a lo menos el comienzo. Yo después iba a poder
           escribir más y lo que era mejor aún, serían mías para siempre.

           Fernán Troncoso Jofré
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