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14 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE





           Un día de infancia,





           juegos y olores






           de antaño







                        Nuestro interior está hecho de partículas insignificantes. Nuestra alma se conforma de hilitos de recuerdos. Uno de esos hilos finos
                      pero poderosos es aquel vinculado a los sentidos primarios. Los días de la infancia, junto a sus colores y sensaciones, poseen olores
                      particulares. Ubicarlos, haría aparecer ante nosotros de nuevo cierta magia. Y con la magia también recordamos los juegos de la infan-
                      cia. No hay cosa más seria que el juego de un niño. No hay mundos más importantes –mundos en donde desaparecen el espacio y el
                      tiempo- que esos castillos de arena que se vuelven de piedra indestructible en el corazón de nuestras infancias. Recordar esos juegos,
                      hoy es tan vital como que el mundo digital amenaza matar la vida de los niños.



           El miedo de

           perder a mamá



             Creo que tenía siete años. Vivía sola con mi madre,
           ahora me doy cuenta, como dice Martí “... de mis soleda-
           des vengo a mis soledades voy”. Ella, mi madre, trabaja-
           ba todo el día. Desde el desayuno hasta las 7 de la tarde,
           por lo que cuando yo regresaba de la escuelita, no había
           nadie en casa.
             Ella cosía muy bien en casas particulares. Era modis-
           ta de categoría, porque la buscaban las señoras de muy
           buena posición social de Concepción, quienes traían los
           géneros y los modelos en revistas desde Europa o Estados
           Unidos. Lograba replicar los modelos muy bien, a pesar de
           que en oportunidades los cuerpos de las clientas no eran
           los más indicados para el modelo elegido. Lo importante
           era que cosía muy bien.
             Ese día especial esperé a mamá donde unos vecinos,
           jugando en su patio. Los papás eran amigos de mamá.
           Normalmente mamá llegaba al obscurecer, pero ese día
           los niños se entraron a casa y yo quedé sola en el patio,
           arrinconadita a la muralla de la casa. Ahora recuerdo que el
           papá de esos amiguitos estaba inválido en cama, y cuando
           yo entraba, él me pedía que me acercara a saludarlo, enton-
           ces él trataba de tocarme. Por eso ahora me doy cuenta del
           por qué yo evitaba estar dentro de esa casa. A pesar de que
           me gustaba mucho jugar con esos niños.
             Oscureció y la mamá no llegaba. No quería llorar, pero
           mi pena hizo que se inflamara mi garganta. Han pasado
           67 años, y aún al recordar esa tarde, parece que mi gar-
           ganta de nuevo se inflamara. Por supuesto, cuando llegó
           mamá me reprendió por haberme quedado sola afuera.
           Según ella, me había avisado que llegaría más tarde. Eso   Cuando se es arte
           yo no lo recordé.
             Me costó una amigdalitis el miedo de perder a mamá,
           que era todo lo que tenía.                             Un evento llama a la puerta. Mis padres se entusiasman y se preparan para el disfrute de la orquesta.
                                                                Yo voy de contrabando, una niña sin aprecio por la música ni mucho menos una sinfónica. La casa del
           Yolanda Camila Carvallo Maldonado                    deporte repleta hasta el techo, a codazos nos abrimos paso para llegar a nuestros asientos. La luz se
           (74 años), Bulnes                                    va, los músicos dejan de mover inquietos dedos y el director de orquesta hace su aparición. El silencio
                                                                reina sobre la tenue luz que ilumina el lugar. De pronto, y con un solo movimiento cada músico se hizo
                                                                dueño de sus acordes, un palpitar de cuerdas y compases que encadenaron a cada espectador.
                                                                  El director de orquesta se hizo notar. Sus movimientos bruscos y suaves, rápidos y pesados, todo al
                                                                mismo tiempo. Por una hora él fue música, enseñándome lo que es transformarse en arte. El artista y
                                                                la persona se unifican. La electricidad recorre tu cuerpo y encuentras para lo que fuiste hecho.
                                                                Bárbara González Mora
                                                                (22 años)
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