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Una manera de ser
No me di cuenta de que soy educado hasta que comencé mi primer
trabajo.
Cuando era niño sufría mucho con el hecho de ir a clase y recibir abu-
sos físicos por otros niños. También con tener que madrugar para recibir
las mañosas cátedras de lectura, suma y cualquier parafernalia que se le
ocurría a la profesora Eugenia.
La escuela era un lugar con bastantes años en la ciudad, además de ser
muy grande, puesto que contemplaba en ella un área de una cuadra; se
lograrían imaginar que había mucho por donde recorrer y perderse.
Por mi parte cuando no estaba recorriendo el lugar con mi amigo
“el Nacho”, mi compañero de curso, me dedicaba en los recreos a jugar
con la tierra que se podía encontrar en cada desolado rincón. Parecía
un niño solitario recogiendo basura y por tanto, llegaba a casa siempre
esperando llegar, muy sucio y hambriento después de pasar una larga
jornada sin comer.
Durante la mañana escolar, mi único interés era sentarme al final de
la sala, en el suelo, para ver la forma de las nubes e imaginar, compa-
rando su forma con las cosas comunes. A nadie más le interesaba, pero
a mí sí, siempre inquieto por ver las curiosidades que podíamos encon-
trar en el cielo, como los tonos de colores o las estrellas, igual que jugar
con tierra.
Podía encontrar en ella una variedad impresionante de insectos o
también era capaz de jugar con los lindos caracoles antes de escapar-
me a la hora de almuerzo para luego volver a terminar la jornada de ver
helicópteros, puentes, leones, lagartijas y cuanta cuestión que mi ima-
ginación lograba ver en el cielo.
En casa también me aislaba, me aislaba jugando a subir en el árbol y
en los momentos que llegaban las brisas yo era feliz. Sentía un aire fresco
y puro, y era capaz de escuchar en ese lugar a los árboles susurrar como
si me quisieran hablar, era como si recitaran un verso.
Jacob Ortiz Mora
(24 años)
Enseñando en el ombligo del mundo
Me imaginaba mi primera clase como profesor particular, cuando mi teléfono alcanzó a rasguñar los últimos rayos de señal. Me informaban que muy lejos,
quizás en el último rincón que alguna vez imaginé, estaba la pequeña alumna que debía aprender a leer. Con mi bicicleta destartalada de inmigrante había llega-
do a un indefinible hogar del Ombligo del Mundo, donde ni los más locos de Rapa Nui se les ocurriría llegar. Esta casa tenía un Moai cerca de su entrada y solo la
incredulidad me separaba de aquel extraordinario monumento.
“¡Bien, chileno, por fin llegaste!”, me gritó el padre de mi alumna cuando me vio llegar. A una niña que portaba un atuendo ancestral, que ahora más bien era
un disfraz de juego, debía enseñarle a leer y escribir cuanto antes, porque en Rapa Nui nuestro idioma es una dolorosa necesidad.
Dejé mi bicicleta tirada entre medio de flores coloridas, mientras los perros y gallinas buscaban las sobras de la repartija de comida. Entré a la casa con una
terrible timidez y me encuentro con una mesa atiborrada de carnes, ceviches, papas mayo, como si un matrimonio se estuviera celebrando. Pero no, era un simple
lunes que también pensaba en el mañana, en el cual yo era protagonista para enseñarle a una niña analfabeta. La pequeña me lanza el silabario en la cara y me dice
con voz estruendosa: “¡Me llamo Vakai, qué bueno que viniste! No sé leer y quiero que me enseñes ahora”, sonriendo entre los brazos de su padre, como si fuera el
nuevo juguete chileno que había llegado a su hogar.
Amar por compromiso
Poco a poco las sílabas y repeticiones de mi idioma entraban a su cuerpo y su mente. Su pequeña humanidad se retorcía como culebra ante la dificultad; las “p” se
confundían con las “l” y los gritos de enfado se multiplicaban cuando trataba de enseñarle, cuando trababa de hacer calzar a dos mundos que se habían encontrado
por accidente. Apenas llevaba unos veinte minutos y ya empezaba a sentir la presión de una clase difícil, a veces extraña por los rostros de Moais que vigilaban mi
actuar, pero un tanto alegre cuando ella y yo nos reíamos a escondidas de la otra clase que se gestaba al fondo del pasillo.
El gran abuelo, el patriarca casi inmortal, le enseñaba a tallar unas tablillas ancestrales de madera a su otro hermano. Lentamente el pequeño niño lograba pro-
ducir en sus pequeños dedos contaminados de modernidad las precisas líneas y retoques que el anciano quería imprimir, pero las quejas por abandonar la clase
para intentar manejar la moto enfurecían al patriarca.
Los golpes que le infringió al niño en la cabeza eran el grito ahogado de un pasado caído a pedazos. La educación del porvenir ya conocida estaba entre esos
tallados y lágrimas exageradas, que el niño parecía extender con intermitencias, sin entender que la vida misma era una clase más larga e impredecible que cual-
quier otra.
Mi alumna reía de la desgracia ajena, pero a la vez lloraba por el futuro inmediato que su padre había trazado conmigo. Yo debía enseñarle pronto, ajustar todo
en nuestros bloques de tiempo ilusoriamente firmes. Ella no tendría jamás los golpes de su abuelo, pero bajo mi mando comenzaba a impregnar en su sangre la
obligación y planificación exitosa de una educación que todos debíamos amar por compromiso.
Ernesto Campos López
(31 años)