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El Barrio Barros Arana
Cuando me transporto al barrio de mi niñez recuerdo días de verano en que el tiempo transcurría lento. El sol recorría a un ritmo
que daba la sensación de que esos días no tenían fin, lo que permitía un considerable volumen de actividades que tienen un lugar en
mi nostalgia: días de jugar con mi hermana y mis primos a la tiña, la escondida y al paquito-ladrón.
Siento la tierra, el polvo y el barro, mientras la luz del sol se filtra entre el verdor de los árboles de la antigua propiedad familiar. El
tiempo de albaricoques, las ciruelas, caquis y nísperos. Subirme al ciruelo de mi casa e imaginar que era un barco o jugar a recolectar
semillas de malva para sembrarlas y esperar que apareciesen nuevas.
Recuerdo mis pasos para salir a la esquina sur de mi cuadra a comprar al negocio de la señora Aída. Tenía la intención de transfor-
mar una gran moneda de diez pesos en diez caramelos. Contemplar esa enorme casona de esquina que alguna vez sirvió de refugio de
las carretas que llegaban desde el sur de la región y desde la cordillera. Tener conmigo esos diez caramelos para luego salir, escuchar el
canal que franqueaba el paso hacia Alonso de Ercilla y que me separaba de la Capilla San Ramón Nonato y de la subcomisaria Huambalí.
Escuchar el agua, ver cómo fluía y regresar a casa.
Nos juntábamos con los demás niños de la cuadra y si queríamos jugar a la pelota teníamos dos opciones: las canchas de la capilla y
de la subcomisaria. Debíamos pedir permiso para usarlas, pero si nos decían que no, al menos teníamos la opción de saltar la pande-
reta de aquella que tenía la iglesia y acceder. O saltar otra pandereta más del lugar y jugar entre los aromos que estaban en el patio del
Consultorio, el fin de semana.
Fluir
Las noches de mi barrio ebullían con más de veinte niños y niñas jugando, hasta que era muy tarde y era hora de dormir. Eran acon-
tecimientos especiales aquellas noches en que nos juntábamos en una misma vereda, quiénes muchas veces por tener una calle que
nos dividía, lo hacíamos cada grupo comúnmente por su lado.
Fueron años que fluyeron… Sin embargo todo ciclo tiene cambios. El fluir de la edad, los estudios, los viajes y las mudanzas nos
fragmentaron para finalmente separarnos. Nuestro barrio también fue cambiando junto a su propio envejecimiento, siendo devorado
por la hiperactividad del centro de la ciudad del que hoy forma parte. Es el simbolismo por acumulación de propiedades vendidas, el
alzamiento de nuevos negocios y su vocación hoy comercial: el reflejo de nuestro propio sinsentido al que nos sometemos al malinter-
pretar madurez como una necesaria pérdida del sentido de maravilla.
En la actualidad ese barrio de Barros Arana, al que pertenecí, guarda silencio. Y es el roncar del parque automotriz que lo interpela
constantemente y lo ahoga, el que no le permite un momento para meditar.
Wilbert Gallegos
(36 años)
Cuando yo me muera, ¿qué mundo se va a
morir conmigo? Si respondo bien a esa pre-
gunta, justamente ese mundo no se va a ir
a la tumba; es precisamente el mundo que
salvas. Lo redimimos escribiéndolo.”
ONTOESCRITURA,
Ziley Mora y Birgit Tuerksch