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triciclos o las primeras Mountain Bike que empezaban a aparecer.
“Jovencito, si quiere ponerle aire a los neumáticos son 20 pesos por los dos. Entre, saque el bombín y usted mismo le echa. Después me lo devuelve y lo deja acá adentro“.
Esto era vital, la presión de aire en los neumáticos, ahí dale que dale con el bombín de pie, empujando el émbolo una, otra y cincuenta veces más, hasta alcanzar la justa
dureza; apretar con el dedo, qué mejor manómetro. Check out para recorrer el parque del bandejón de la Av. Argentina, de punta a punta. Se caracterizaba por tener senderos
sinuosos entre bancos, árboles, jardineras, prados, adoquines y montículos de gravilla fina. Estos últimos eran mis preferidos para pasar a máxima potencia y dar unos saltos
que, en algunos intentos, resultaron con aterrizaje forzoso. Ante esa desgracia, había que regresar pronto a la casa, entrar a hurtadillas, dejar rápidamente el vehículo en el
patio y pasar directo al baño a lamerse las heridas; no vaya a ser cosa que me topé con mi mamá, ahí sí que se venía lo bueno y peor si había salido con pasaporte sin timbrar.
Un “apostadero naval”
En el lado opuesto del bandejón de la avenida se hallaba el paradero de taxis y su respectivo refugio para choferes. Lo particular de esa dependencia, era que estaba absolu-
tamente circundada por ventanales, una verdadera pecera en plena vía pública. Contaba con tecnología de punta para la época, televisor en colores y un teléfono de línea fija.
Este último y cuando no había ningún taxi apostado (porque claro, no había quien contestara), sonaba potente con el típico ring-ring una y otra vez, tanto así que era frecuente
que se escuchara desde casi cualquier parte de mi casa.
El lugar se me asemejaba a un apostadero naval, con cruceros, acorazados y fragatas allí detenidas, esperando un próximo aviso de zarpe. Es que los autos de típico de color
negro, techo amarillo y numeración vistosa en las puertas delanteras, de verdad parecían verdaderos navíos, en especial los formidables Chevrolet Byscaine y Chevy Nova o los
tradicionales Ford Falcón; también estaban presentes otros de menor envergadura, como los estilizados Peugeot 404, o los conocidos Chevrolet Opala. Cuando ya pasaba de
los 15 y me acercaba a los 18 -edad para obtener licencia de conducir- era usual que a uno le interesaran los autos e intentaba adentrarme en el tema. En algunas ocasiones qui-
se actuar con un papel bien audaz y le pedí a algún taxi driver amigable, que me dejara sentarme al volante. Satisfacción y logro absolutos.
“Heil Hitler”
Inexistente oficio hoy en día, el de reparador de somieres. “Se reparan y estiran somieres”. Así rezaba el letrero de latón escamoso en la entrada del taller del señor Vogel, que
quedaba cerca de la esquina de calle Constitución. Élera un viejito de entre 60 a 65 años de edad, fisonomía carmesí, ojos de tinte cósmico, cabellera cana y escasa. Cuando se
pasaba por afuera del taller, casi siempre se le escuchaba conversar con energía y entusiasmo, rodeado de clientes y de quienes lo visitaban solo por escuchar sus historias béli-
cas. A alguien del barrio le escuché en una oportunidad, que don Herman -ese era su nombre y ya se adivina que tenía origen alemán- había sido partícipe de la II Guerra Mun-
dial. Y este dato me hacía sentido cuando en una noche cualquiera pasaba Herman Vogel por afuera de mi casa, sentado en un triciclo y en un festivo estado etílico. Lo llevaban
de regreso a su casa, entonado alabanzas al Führer: “Heil Hitler... Deutschland, Deutschland...”, fue lo único que logré descifrar en cierta oportunidad, porque claro seguían los
versos, pero mis dotes de políglota en esa época -y ahora también- no me daban para más.
Testigo de la historia
Y no solo de lugares, casas, negocios o residentes se trata la vida de un barrio, también de acontecimientos. En este caso, pareciera ser que durante el tiempo que viví en
el Barrio Hospital fuimos testigos privilegiados de algunos sucesos de trascendencia local y nacional. Si intervinieron los dioses del Olimpo o una alineación planetaria, ahí
estuve.
Humos al norte. Escucho a lo lejos el ulular de vehículos policiales y logro apreciar el resplandor de las balizas. Vienen de norte a sur, por la calzada poniente a cierta veloci-
dad. La gente se acerca al borde de las soleras y Carabineros advierte que no bajen a la calle, porque a solo minutos viene el Mercedes celeste plomizo, blindado, con ventanas
eclipsadas y emblemas patrios en los costados del parachoques delantero. Lo antecede un grupo de motoristas oficiales, que guía a la caravana hacia el centro de la ciudad.
Eran los años en que muchas veces el Capitán General presidía la conmemoración del natalicio del Padre de la Patria en Chillán Viejo. Entonces casi invariablemente el trayec-
to incluía el desplazamiento por la avenida. Para ser ecuánime, debo decir que en los primeros años de visita presidencial(entre mediados de los ´70 y principios de los´80),
la presencia del publico era notoria. Por ambos lados de la calle había considerable concurrencia, cabros chicos encaramados en árboles, grupos con lienzos en apoyo, señoras
vociferando, otros ovacionando en los sectores acordonados. Con el tiempo esta performance no siguió igual, bajó el rating, disminuyó el entusiasmo, vaya a saber uno los
porqué. Lo que sí tengo claro es que fui testigo de la historia.
Se acabó el “Consomé”
10 de septiembre de 1978. La tarde anterior muchas personas comenzaron a llegar a las cercanías del Hospital, entre los conocidos del barrio se rumorea de
algo grave, pero nadie sabía exactamente de qué se trata. Con el pasar de las horas se despeja la duda (yo, ignorante del área futbolística, no tenía la más
mínima idea). Nelson Oyarzún, entrenador de Ñublense, que se encontraba hospitalizado desde hace algunos días, en esas horas se había agra-
vado y a no ser que ocurriera algo sobrenatural, se esperaba una consecuencia fatídica. Durante la mañana siguiente, su deceso quedó en
evidencia: carroza fúnebre, presencia de autoridades, hinchas y simpatizantes del equipo rojo con manifiesta congoja y personas
comunes y corrientes venidas de diversos puntos de la ciudad se expresaban ante la mala noticia. Fatal primavera, se acabó el
“Consomé“para los ñublensinos y pronto caducaría la categoría para los Diablos Rojos.
Visita ilustre
También el arte. Recuerdo muy bien una fría mañana de invierno del 84, yo estaba en clases en el colegio y
el significativo episodio había que presenciarlo en vivo y en directo. De este modo, se interrumpió la cáte-
dra a media jornada con tal de facilitar una expedita comparecencia en el escenario a cielo abierto.
Desde hace días se anunciaba la ilustre visita al terruño originario del maestro Claudio Arrau León.
Confiando en la fidelidad de mi memoria, podría asegurar que recibió un homenaje en la Escuela
de Agronomía y de ahí se trasladó a la Casa del Deporte (auténticas claves ochenteras de Chi-
llán), entonces en ese intertanto había que tomar posesión de algún lugar del itinerario. Se
comenzó a murmurar que el recorrido sería por Avda. Argentina para doblar en calle Cons-
titución. Así que los astros estaban jugando a mi favor y con diligencia me fui arrimando
a la avenida y ya poco antes de llegar a mi casa veo que empieza la aglomeración de la
fanaticada. Aplausos, vítores, pañuelos blancos, banderas chilenas, carteles. Afecto y
emoción para el virtuoso; llegaba Claudio Arrau después de casi dos décadas de no
visitar el país y de otras tantas de ausencia de su Chillán natal.
Hoy regreso al tradicional distrito y me pregunto dónde se fueron los Mam-
patos y Barrabases que miraba y a veces compraba en el oxidado kiosko de Don
Pedro. Sin duda, se perdieron en el torbellino de la vida actual, se esfumaron
al igual que la comunidad del barrio de antaño.
Ya no es posible distinguir el tramado social ni los lazos de esa época; no
molestaremos a los de la carnicería Los Gordos para que nos reserven dos
kilos de Cazuela de Cola de Vacuno para el viernes en la mañana y nunca
más podré recurrir al Tío Pepe para que me haga curaciones cuando me
caiga al encaramarme a una pandereta.
Marcelo Moraga A.
(51 años)