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1º.marzo.2020 ‹
Calle Domingo Faustino Sarmiento
Sabía que a las tres de la tarde debía estar en casa de mis recientes amigas, Paulina y Ana María, las mellizas Garay,lasmenores de ocho hermanos. La sesión de
nuestro nuevo club empezaría a esa hora. Era un día esperado y la ansiedad se apoderaba de mí. A mis cortos ocho años solía apresurarme como si el tiempo también
lo hiciese para adelantar dicho encuentro.
Después del almuerzo era obligada la siesta. ¡Un martirio para mí! Sólo quería volar a casa de mis amigas.Debíamos llevar algún alimento como galletas o dulces
que compartíamos alegremente.Solíamos crear actividades como contar cuentos y anécdotas que actuábamos, dibujar, cantar. A veces hacíamos rifas.
Mi breve vida de hija única se había convulsionado con toda la novedad que significaba mi salida al mundo exterior. Antes sólo acosumbraba acompañar a mi
madre a los lugares de siempre, donde sus amigos de toda la vida, los viejos tíos, sus primos, hermanos etc. ¡Pero lo nuevo era tan distinto!
Conocí a mis amigas en el Colegio de la miss Gaby, ubicado en la calleIrarrázaval en Santiago, justo al frente demi calleDomingo Faustino Sarmiento.Yo vivíaen el
Nº108 y ellas en el Nº 216, ubicadaentre Irarrazaval y Sucre en el barrio de Ñuñoa.
La casa dePaulina y Any tenía el acceso principal por Miguel Claro y otra entrada casisecreta, por D.F. Sarmiento, que era por donde yo llegaba. Debía cruzarun pasa-
je largo de casas hastael final,topándome con una puerta gris, desteñida por el sol. Siempre estaba semi abierta, sin timbre ni nada que avisara mi llegada. Se empu-
jaba forzando un poco, logrando ingresar al patio trasero…A ahíotro escenario, otro mundotan distinto al mío.
El tiempo pasó volando…
Me encantaba llegar allí, corría como desforada desde que salía de mi casa hasta cruzar aquella puerta. Al ingresar, caminaba unos cuantos pasos
para entrar por la cocina.Tímidamente me asomaba para preguntar por mis amigas, que muchas vecesya estaban jugando en el patio. Armábamos
casas con palos de escobas y chalonescomo techo, que podían cubrir nuestros pequeños y frágiles cuerpos. En verano nos manguareábamosen
esas horas de gran calor…Así eltiempo transcurría tan rápidoen casa de mis amigas, por lo entretenido de los juegos comopor el movimiento
constante que yo observaba como espectadora silenciosa de un entrar y salirde gentes que al principio me confundía. Entre los papás de mis
amigas, hermanos mayores, amigos, novios de las hermanas grandes y otras parentelas. En mi hogar éramos tres. Poca bulla, salvo la mía y la
radio encendida casi todo el día. Los domingos a veces íbamos a la matinal de las 11. Al teatro California, hoy Teatro Municipal de Ñuñoa.
¡Que afortunada soy!
Todo ha cambiado. Nosotras también. Me pregunto si seremos conscientes de lo felices que éramos.Hace un par de años fui a recorrer nuestra calle Domingo F. Sar-
miento, en donde salí por primera vezal mundo.Un logro personal, sin la ayuda ni protección materna.
Sus plátanos orientales estaban casi intactos. Muchas de sus grandes y hermosas casas las han convertido en departamentos o condominios modernos, despoja-
dos de toda humanidad. Las que lograron mantenerse en pie se ven abandonadas en su mayoría, averiadas por el tiempo…
El pasaje que cruzaba para llegar donde mis amigas aún existe, bien cerrado ahora. Me costó, pero pude con dificultad mirar hacia el fondo si aún estaba la puerta
por donde ingresaba al mundo de los juegos y a la fantasía: no, no estaba, un muro la reemplaza.
La casa de los Murphy, amigos entrañables, estaba abandonada.
Encontré los espacios más pequeños. Recordé y pude visualizar algunos días de verano cuando nos juntábamos un grupo grande de niños y niñas de toda la cua-
dra para hacer carreras en bicicleta. Eran tiempos más libres.
Que alegre nostalgia de vívidosrecuerdos, sentir que son tan nuestros, tan míos, compartiendo una niñez inolvidable. ¡Qué afortunada soy! Conocí el valor de la
amistad. Allí crecí y desperté para entender cuán bello y temible puede ser el mundo entre mis 8 y 10 años.
Experimenté también por primera vez la discriminación, el amor, la libertad de poder expresarme. Han transcurrido 56 años…
¡Oh, tengo una llamada perdida! ¡Es de mi amiga, Anita Garay!
María Mercedes Sandoval Vergara
(63 años)