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           8 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE






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                                                                  A principios de los 60, llegó a Chillán un cura español de nombre de José Luis. Él fue designado por
                                                                el obispado a la tarea de realizar las misas de madrugada en la Capilla de las monjas Siervas de Jesús.
                                                                Las monjas llegaron a las puertas de mi casa buscando dos monaguillos para la misa de madrugada. Mi
                                                                madre cerró el trato y junto a mi hermano Roberto partimos al día siguiente, de madrugada y en pleno
                                                                invierno atravesamos los gigantes árboles de la plaza La Victoria. Yo creía en el Ángel de la Guarda, dulce
                                                                compañía, que no me desampara de noche ni de día.
                                                                  Mi hermano mayor duró poco en el trabajo, se desmayaba en misa, sin embargo, a mis nueve años
                                                                yo seguía sin faltar un día a mis obligaciones. Temprano el reloj despertador con sus campanillas
                                                                tocaba en la pieza de mis padres. Mi madre llegaba a despertarme, pero yo ya estaba vestido con mis
                                                                pantalones cortos.
                                                                  Las tres cuadras que separaban mi casa del convento eran de plena oscuridad; la monja portera me
                                                                llevaba de la mano por los pasillos y dos monjas me esperaban en la Sacristía, junto a un gran lavato-
                                                                rio con agua templada. Las monjas con una delicadeza de mariposas, desprendían las humildes ropas
                                                                de mi cuerpo, solo cubierto con los calzoncillos que mi madre me hacía en la vieja máquina de coser
                                                                Singer, con el género del quintal de harina de Molino Fuentes. La purificación de mi cuerpo convertía
                                                                el agua cristalina en agua turbia, los paños jabonosos de las monjas, luchaban con fuerza contra el
                                                                piñén de mis rodillas y tobillos.
                                                                  Ya purificado y seco me cubrían con telas traídas de Francia, con camisones almidonados y blan-
                                                                cos de gloria, con capas de seda con los más exquisitos bordados, con guantes blancos radiantes. Así
                                                                las maravillosas manos de las monjas convertían al pilluelo en un príncipe de la realeza de España; la
                                                                rebeldía de mi pelo era lo único que lograba sacar de la santidad a esas mujeres, un puercoespín, un
                                                   Juan Carlos   pelo hirsuto, lleno de remolinos donde naufragaba la paciencia de mis peinadoras, ni el jugo de limón
                                                 Olmedo Ulloa   con sus benditas pepas, ni la receta de membrillo traída de España y usada como gomina por el propio
                                                     (67 años)  Rey podían con mi pelo.
                                                                  No era el dinero el que me hacía ir cada mañana a realizar mi trabajo de monaguillo al convento de
                                                                las Monjas Siervas de Jesús, tampoco era la transformación de pilluelo de Chillán a Príncipe de Astu-
                                                                rias. Era algo extraordinario que ocurría en misa; las monjas me dejaban cantar el Ave María en latín,
                                                                pero algo maravilloso sucedía cuando el coro de monjas cantaba en la capilla, ellas flotaban en el aire,
                                                                levitaban como nubes, todo era paz y luz, era algo extraordinario.
                                                                  Yo también levité un par de veces, al fin mi pelo cambió y se puso suave y sedoso; el secreto para la
                                                                transformación fue una cadena de oraciones pidiendo por la transformación de mi cabello. Hace poco,
                                                                me encontré con el padre José Luis en la diagonal de la plaza La Victoria: Padre -le dije- yo podría jurar
                                                                que las monjas flotaban en el aire cuando cantaban en la capilla en misa de madrugada. El cura me miro
                                                                muy serio y sin que se le moviera un solo musculo de la cara me contestó: “es verdad”.



                                                                                     Nostalgias                                 Fernán
                                                                                                                                Troncoso
                                                                                     que reviven                                Jofre


                                                                                        Yo acompañaba a mi abuelo a pagarse de su pensión
                                                                                     al servicio de seguro social (SSS) de Yungay, una vez por
                                                                                     mes. Podía ser a caballo y otras veces en carreta. La pri-
                                                                                     mera parada a eso de las 5 de la mañana era en la cantina
                                                                                     “El Viajante”, que quedaba en el camino viejo que iba de
                                                                                     Cholguán a Yungay. Mi abuelo pedía una malta con harina
                                                                                     fresca de trigo o maíz. Ese brebaje tenía dos características:
                                                                                     era para “hacer la mañana” y era “al libro”, es decir fiado.
                                                                                     Se entendía que al regreso traeríamos plata, por lo tanto
                                                                                     era un paso obligado en la vuelta a casa.
                                                                                        Una vez que los del seguro le pagaban su jubilación,
                                                                                     íbamos a tomar desayuno. El lugar elegido era “Donde
           De la montaña                              Fernán                         Astudillo”, una picada que a mí me gustaba porque cono-
                                                                                     cí a mis 7 u 8 años la primera “discorola” (wurlitzer). Era
                                                      Troncoso
           venía…                                     Jofre                          fascinante ver que luego de colocar la moneda, el bracito
                                                                                     tomaba el disco de vinilo y lo colocaba en la tornamesa,
                                                                                     sólito, sin ayuda.
             Debo haber tenido cuatro años. Recuerdo a mi abuelo                        Las canciones de Cuco Sánchez y Vicente Fernández nos
           materno que llegaba de la montaña en su caballo blan-                     transportaban a esos campos y fincas mexicanas. Desayu-
           co que se llamaba Zeppelín. Más tarde me contó que el                     no y almuerzo eran bien regados, por lo que el retorno era
           nombre se debía al famoso globo alemán. Recuerdo que                      incierto, largo y no menos emocionante. Cuando pasába-
           venía con una manta negra de Castilla, traía su sombrero                  mos al “Viajante”, la dueña al ver el evidente estado de
           alón grande y lucía una barba blanca que terminaba en                     mi acompañante, le cobraba la cuenta multiplicada por
           una pera, tipo Jaime Celedón. Su montura chilena bien                     cuatro. Al día siguiente, al hacer el arqueo de sus escudos,
           apenada con batanes y piel de cordero muy esponjoso, su                   mi abuelo decía: “esta vieja cochina, siempre me escribe
           lazo tejido en cuero, para apegualar caballos y animales                  las cuentas con un tenedor”.
           chúcaros, decía. Colgaban dos “prevenciones” (alforjas),
           tejidas por mi abuela. En ellas venía un gran paquete de
           galletas de vino McKay, esas con envoltorio azul…




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