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            Alonso Herrera   La mano muerta
                      Vega
        (Ahacheve, 83 años)
                             En ese inolvidable primer día de vacaciones de invierno, deseando estar cuanto antes, me había ido solo al campo. En tanto, mis hermanas y
                             hermano se habían quedado en el pueblo, en casa de nuestra tía.
                             En el campo, al ponerse el sol y finalizar las tareas propias del agro, era habitual que las personas se reunieran en la espaciosa cocina con piso
                             de tierra, donde perfectamente podían caber dos o tres mesas para otras tantas familias. Y después de haber cenado todas se ubicaban en
                             torno a una gran fogata que había en el medio. Era el momento propicio para comentar los chascarros del día, así como también comenzar la
                             competencia de adivinanzas, para finalmente contar y escuchar con gran expectación las historias más fabulosas inventadas por narradores de
                             gran imaginación.
                             En relación a esto último, los adultos parece que se esforzaban en hacerlas más fantásticas y terroríficas; las que invariablemente versaban sobre
                             duendes, brujerías, apariciones del Demonio, como el Mandinga, el Jinete sin cabeza, etc. Quizás lo hacían adrede, para asustar aún más a los
                             oyentes, especialmente jóvenes.
                             Siendo ya muy tarde, mis mayores me habían ordenado ir a dormir. Mamá me había preparado mi cama en una pieza enorme, que más parecía
                             bodega que dormitorio. Y ésta se encontraba muy distante del resto de las habitaciones.
                             Sentí gran pereza dejar la fogata, con su envolvente y acariciadora tibieza que invitaba a no abandonar el lugar. Además, esa noche llovía
                             torrencialmente, con un fuerte viento norte, lo que hacía más pavoroso el escenario.
                             Contando guarenes

                             Después de despedirme de las personas que quedaban disfrutando de la fogata, salí de la cocina y corriendo atravesé el patio, bajo el parrón, para
                             cobijarme en el corredor y sacudirme el agua, y luego abrir la puerta de la bodega que me habría de servir de dormitorio.
                             Una vez adentro, encendí el farol a parafina, cuya luz desveló la cama que me esperaba en un rincón.  Todo lo cual en esas circunstancias para mí
                             no podía ser más tétrico. La cama estaba tan helada que sus sábanas me parecían hechas de hojalatas; no obstante, había que acostarse, ya se
                             entibiarían con mi cuerpo.
                             Mientras yo, acurrucado entre las ropas, esperando dormir y así olvidarme del frio y de las historias tétricas que continuaban torturando mi
                             mente, sentía que el tiempo pasaba, mas mis ojos no se cerraban. Cuando de pronto, al fijar mi vista hacia arriba, descubrí a un bicho negro,
                             para mí muy espantoso, moviéndose parsimoniosamente, atravesando a lo largo una viga, como escudriñando el lugar; con sus ojillos cuales
                             luciérnagas rojas punzando la penumbra, me ponía los pelos de punta. Era un ratón guarén, que luego de lanzar agudos chillidos desapareció por
                             el extremo opuesto de la viga.
                             Concluida la escena, llegaron a mi memoria mil historias escuchadas en tantas pasadas fogatadas nocturnas. Mis ojos cansados, sin embargo muy
                             abiertos, observando persistentes trajines de familias de guarenes que hacían lo suyo, atravesando las vigas allá en lo alto. Y en seguida de contar
                             tantos ratones -en vez de ovejas- perdí el conocimiento, quedándome por fin profundamente dormido.
                             Casi en la madrugada, semidormido, boca abajo, entre las sábanas ya calentitas saqué mi mano izquierda y la metí bajo la cabecera en el borde
                             mismo del colchón. Cuando de pronto, mi mano tropezó con algo helado que se movía… Luego palpé unos dedos y, finalmente,  una mano
                             completa. ¡Horror era una mano humana!  ¿Pesadilla? ¿Broma macabra? No, no, yo estaba despierto... Era real… ¡Dios mío!
                             El descubrimiento

                             Al mismo tiempo que salió de mi garganta, no un grito, sino un alarido que podría fácilmente asustar al mismísimo demonio, con inusitado
                             coraje nacido de no sé de donde, agarré fuertemente por la muñeca la gélida mano que colgaba entre el colchón y la cabecera y tiré de ella
                             decididamente para que no se me fuera a escapar; y así tener la evidencia de una historia verdadera y no fabulosa, la que más tarde yo también
                             podría narrar y dejar con la boca abierta a los contertulianos dispuestos a escucharme.
                             Como el tirón que di a la mano fue con tal violencia, caí de la cama aparatosamente, dando vueltas, enredado en las frazadas. Pero no aflojé la
                             evidencia que, helada e inerte, permanecía atenazada fuertemente por mi mano izquierda.
                             Por fin, como era de esperar, la puerta se abrió bruscamente y aparecieron -al rescate- casi al mismo tiempo, mi papá en calzoncillos portando una
                             lámpara y mi mamá con un chal a medio poner sobre sus hombros, preguntando alarmados:  Alonso… Hijo mío, qué te pasa, dinos qué te pasa,
                             por Dios…
                             Así me encontraron, botado y revolcándome en las tablas del piso, en el fragor de la feroz lucha que libraba con la macabra aparición y aun
                             gritando “¡La tengo, la tengo, la mano, la tengo!
                             Mi padre se acercó con miedo y curiosidad. Y en cuclillas junto a mí, me miró y luego me dijo: -Claro que la tienes. Tienes la mano derecha tomada
                             por la izquierda… ¿Qué te pasa hijo? ¡Despierta caramba!
                             Qué frustración más grande. Ahí, a la luz de la lámpara, sentado en el piso, me di cuenta de la realidad. Mi padre también y con su característica
                             perspicacia, lanzando una carcajada de consuelo, refirió a mi madre -y a las demás personas que ya venían asomando por la puerta, fisgoneando
                             en pos de la copucha- lo que me había ocurrido:
                             Lo que pasó es que el muchacho se quedó dormido de cubito abdominal y con el brazo derecho bajo la cabecera, por lo que se le acalambró,
                             perdiendo la sensibilidad de su mano. Así como al quedar colgando y destapada, se heló al extremo.
                             ¡Qué bochorno! Mi mamá se quedó un momento conmigo friccionándome el brazo y la mano que ya volvían a la normalidad, con ese
                             característico hormigueo tan desagradable.

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