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                  Don Seco


                     Campo y abuelo. Imagen reiterativa y personaje omnipresente en mi niñez. Aquí veo sin duda una frase típica, un titular: “Criado por los abuelos “, perfecto para este
                  relato.
                     Salida del colegio un día viernes en la tarde. El inmortal día de la semana que se repitió hasta la adolescencia, junto a la camioneta del abuelo y el camino a Yungay, que
                  eran parte de la   escenografía de una obra que se estrenaba cada fin de semana. Justo en estos momentos pienso y me pregunto por el significado de mi fuerte conexión
                  con el mundo campesino, desde muy niño.
                     Mis primeros amigos surgieron allá, entre cabalgatas por callejones enmurallados de zarzamora y potreros alfombrados de pasto, con pichangas en la calle entierrada y
                  rugosa, con paseos en bicicleta por rincones y ciclovías inventadas, con zambullidas en pedregosos y poco asépticos canales de regadío.
                     Escudriño en mi mente de adulto, intentando encontrar la trascendencia de esa época, quiero ahora hallar un significado. ¿Será eso de lo que tanto se habla, de encontrar
                  nuestras  raíces? No puedo responder fehacientemente, al menos por ahora, aún sigo escarbando entre cabeza y corazón y en esa herencia extra urbana que tengo. Parece
                  que no quiero llegar a la pregunta vital: ¿Quién eres?
                     Vuelvo al aquí y ahora.
                     Hasta el presente mis hermanos me apuntan, culpándome y acusándome de haber sido un privilegiado (palabra no muy santa en estos días). Yo era el regalón del Tata,
                  era el que recibía casi todo en primer lugar, el que era tocado por una varita mágica. Pero me pregunto: ¿qué responsabilidad pudo tener un niño en las decisiones de un
                  adulto? Era el elegido del Supremo Anciano, un sucesor destinado a cumplir su plan, algo así como el alumno predilecto del profesor tendencioso.
                     Con el tiempo me fui dando cuenta que, aparentemente, yo era el hijo que nunca tuvo, quien sería el depositario de su experiencia. El  alcanzó a tener solo hijas, entre
                  ellas mi mamá; entonces debo de haber tenido una categoría  de unigénito varón en los años de su etapa otoñal.

                     Retorno a escena.
                     Comienzo a hojear la revista de aparición semanal, esa que se abría los viernes por la tarde y se terminaba de leer los domingos. Panadería Ñuble, Mercado, Plaza Sargen-
                  to Aldea y Casa Rabié, fueron otros ambientes inamovibles de ese día. Como verdaderos actos de una obra teatral en curso, donde se abren y se  cierran los cortinajes, nos
                  trasladábamos de uno a otro lugar, estacionándose por aquí y por allá, caminando de una calle a otra, asemejándose fielmente a cambios entre una y otra escena. Había que
                  abastecerse para al menos una semana, con frutas, verduras, carne, te, azúcar, bebidas, arroz y una casi interminable lista de productos que también tenía poca diversidad
                  semana tras semana. Utilería sin cambios y guion pétreo.
                     Ahora sí, listos para emprender el viaje al terruño rural, preparados para zarpar y poner rumbo hacia las afueras de la ciudad. En esa época, el recorrido tomaba cerca de
                  una hora, mitad camino pavimentado y mitad camino de ripio. El arribo a destino, también y casi siempre fue predecible, hora de once, más o menos seis o siete de la tarde,
                  jamás en horario nocturno.
                     La abuelita se hace presente, cumpliendo invariablemente la estructura de este guion semanal, acompañada de alguna persona de su confianza, muchas veces mirando
                  por la ventana, enfocándose en el horizonte del polvoriento camino que había frente a la casa, como  viendo un navío que se acerca a la costa. La verdad, no sé sí su espera
                  era con grandes ansias. Con el tiempo supe que el Tata no era un artista exclusivo. ¿Acaso la abuela sospechaba? En realidad, nunca lo averigüé.
                     ¡Listos! Comienzo de la operación desestiba del cargamento: cajas de cartón amarradas con lienza de plástico, javas de madera con bebidas, pirguas con naranjas y man-
                  zanas, paquetes de tamaño diverso, bolsas varias… Fin de la travesía.
                     Y ahora, a recuperar energía, a conectarse con los aromas y sabores de la once de campo. Pan amasado con quesillo y mantequilla y -por qué no- un poquito de ají molido,
                  con ajo… y qué tal unas cebollas escabechadas… ¿Algo más? un mate con azúcar en panes.
                     Gracias abuelita, gracias señora Sabina.

                      Marcelo Moraga
                             (51 años)



























                                                             ¡A cantar!                                           Ramiro
                                                                                                                  Ferrada R.
                                                                                                                  (54 años)
                                                               Tuvimos que correr un buen trecho con mis hermanas para alcanzar
                                                             esa carreta que nos acercaría hasta nuestro destino. El hombre nos espe-
                                                             ró y así pudimos subir, no sin dificultad. Éramos niños y la altura de ese
                                                             transporte de tracción animal era difícil para nosotros.
                                                               Aquel campesino quiso acompañarse con nuestra presencia y no hallar
                                                             tan aburrido y largo su viaje. Nosotros, como una suerte de paga por ese
                                                             gesto, debíamos cantar alegres canciones que inundaban el ambiente
                                                             de júbilo. Al retornar a casa hacíamos el mismo ejercicio y esperábamos
                                                             el recibimiento de nuestra madre, cuál sería su semblante.
                                                               Fue una etapa feliz de mi infancia que nunca volví a experimentar
                                                             en mi vida.


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