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           6 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE






                Bárbara Yáñez   Nueve y
                      Ormeño
                      (18 años)
                                dieciocho

                                   Hoy tiendo a llegar demasiado temprano. Antes cuando
                                el reloj marcaba los 8 am, un grito de mi mamá me adver-
                                tía que ya iba tarde. Hoy desayuno avena y frutas. Antes
                                me bebía en un apuro la leche con milo, sagrada en mi
                                rutina. Hoy transito con los mechones apuntando donde
                                les plazca. Antes mi abuela los tiraba como si quisiera que
                                las trenzas me duraran toda la vida.
                                   Antes me iba de la mano de mi mamá a clases, coto-
                                na de blanco brillante que solo duraría hasta el primer
                                recreo. En alguna de las cuatro clases del día me pelearía
                                con algún compañero, en otra tiraría notitas con Felipe,
                                en la siguiente escucharía con atención y quizá en alguna
                                me comería la colación a escondidas.
                                   Hoy tengo que correr tras el bus. Antes la tía Margot me
                                esperaba con la puerta del furgón abierta. Antes mi abue-
                                la me recibía con pan amasado y otra leche. Hoy tengo la
                                fortuna de que aún me aguarda, con el agua hervida para
                                el cafecito de la tarde.
                                   La Bárbara de nueve años hacía las tareas, dibujaba
                                sirenas y soñaba  historias de un mundo donde Harry
                                Potter y Atlantis se mezclaban. Al menos hasta que daban
                                las siete y veía Los Simpson, tradición impuesta por su
                                primo favorito. Antes -igual que hoy- su madre llegaría a
                                las ocho, cenarían con el ruido de las noticias de fondo y
                                se tomaría la última leche del día.
                                   Hoy me desvelo escribiendo mundos. Antes soñaba
                                con ellos, hasta que a las 8 am el grito de mi madre los
                                desvanecía. Iba tarde otra vez.

















           El pescador de la Señora Puy                                                                              Marcela Castro
                                                                                                                     Bravo
                                                                                                                     (65 años)
             Con su figura pequeña y encorvada, su cara surcada de profundas arrugas y su infaltable cigarrillo colgando del labio como formando un solo cuer-
           po...una sola cara; eso era don Yayo, el pescador de la Señora Puy. No olvido su mirada aguda, su risita ladina, de hombre de campo y vida solitaria,
           sin parientes o familia que yo conociera. Su andarsin prisas y el sombrero raído por el eterno uso y el solazo propio de la Cordillera de los Andes en
           Talca. Callado, eficiente y taciturno, explorando el río y sus pozones tranquilos, en el curso del torrentoso y helado Maule, mimetizado con el paisaje
           y esperando con paciencia ancestral a los escurridizos salmones.
             Nosotros…Santiago, Verónica, Claudio, Bernardo, Pedro Pablo, Augusto, mi mamá y yo, por muchos años fuimos de vacaciones al mismo lugar
           y en la misma fecha, las dos primeras semanas de febrero. ¡Qué imborrables recuerdos!
             Era la casa de la Señora Puy y de don Alfonso, quienes daban pensión a familias. Llegábamos desde Talca con camas y frazadas a habitar las piezas
           de madera, donde uno podía ver sin mucha dificultad las estrellas. El lugar se llamaba la Mina, cerquita de la última aduana y un poco más lejos del
           Médano, donde están los famosos Baños del Médano, y con un terrorífico puente torcido e inestable que papá cruzaba con el más chico de nosotros
           en brazos.
             Conviene subrayar que éramos siete niños. Empezamos a ir cuando yo tenía como 8 a 9 años, siendo yo la segunda de toda la parvada. Sin embargo
           siempre me sentía la mayor y me angustiaba por ello, pues más de alguna vez me tocó salvar a un hermano que sin saber nadar (ninguno de nosotros
           en realidad sabía nadar, ni a nadie se le enseñó) aleteaba con desesperación hundiéndose en el poderoso río Maule.
             Mi papá durante la semana trabajaba en Talca y nuestra mamá muchas veces dormía siesta, pues sin duda su vida diaria era siempre de trabajo y
           de rigor. Entonces, vacacionar en la Mina era el descanso supremo.

             Pero volvamos a Don Yayo. Su presencia y actividad diaria (ir a pescar para la cocina de la Señora Puy) era condición clara de que estábamos de
           vacaciones. Habíamos llegado a nuestro preciado destino después de un viaje en camión, cargados y entierrados a más no poder. Pero todo eso
           olvidábamos estando en ese hermoso lugar que mi papá privilegió para que tuviéramos contacto con el saludable aire cordillerano, que supuesta-
           mente nos mantendría sanos respiratoriamente en invierno. Él lo creyó así, quizás como un karma o un ejercicio para exorcizar su juvenil experiencia
           de TBC y la estadía en el sanatorio El Peral.
             Truchas de maravilloso color salmón colgaban del coligüe o salían del morral que don Yayo, cual trofeo de guerra, entregaba a la Señora Puy,
           engrosando la abundancia de platos y comidas de la pensión cordillerana: hirvientes sopas para las heladas noches y esas truchas fresquitas y cru-
           jientes, de vuelta y vuelta que disfrutábamos junto al rico pan amasado. ¡Qué delicia! Don Yayo estaba siempre allí, era ya un anciano, pero parecía
           que no envejecía. Con sus pasitos cortitos; era el ayudante perfecto de la Señora Puy y nuestro cable a tierra.


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