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           16 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE






           Impresiones del vivir






             Jamás un día será igual a otro. Jamás un momento se repetirá idéntico. Por tanto, para el alma despierta, cualquier experiencia coti-
           diana, cualquier amanecer, cualquier gesto, por  mínimo que sea,  puede volverse eterno, decisivo, trascendental. El Taller de Escritores
           volvió consciente de tal maravilla a los practicantes de escritura. Y se les instó a salir a cazar dichos momentos. Este fue el resultado.













































                 Emilio Andrés   Un milagro subestimado
              Mellado Cáceres
                      (29 años)
                                   En aquellos años que trabajaba fuera de mi ciudad natal debía levantarme muy temprano, cuando aún la luna refulgía sobre el cielo
                                estrellado y todo permanecía en reposado silencio; ni siquiera el trino de las aves hacía gala de su espléndida melodía a esas horas.
                                   Luego de un breve trayecto hacia la otrora terminal de buses Línea Azul, y todavía con la oscuridad reinante, pagaba mis boletos
                                de viaje redondo. “Hola, buenos días, a Parral ida y vuelta, por favor”, enunciaba cada día de la semana a la cajera de turno, quien
                                amablemente me deseaba una excelente jornada.
                                   Con mis pasajes en las manos esperaba que la máquina hiciera arribo a la terminal. Observaba a mi alrededor y distinguía los
                                rostros familiares de las personas con quienes viajaba en el trayecto común. Los pasajeros comenzaban a congregarse, mientras los
                                atrasados raudamente obtenían sus pasajes en la caja. Esperábamos mientras el auxiliar limpiaba exiguamente el bus.
                                   Finalmente abrían las puertas y buscaba mi habitual asiento reservado y me acomodaba, dejando mi mochila a un lado. Sentía un
                                aroma entre limpia pisos y desodorante ambiental, en tanto frotaba mis manos para calentarlas un poco.
                                   Entre los pensamientos de la rutina laboral percibía la reconfortante fragancia a café de los pasajeros que lentamente subían al
                                bus. Eran rostros conocidos, personas que habituaba de lunes a viernes en el mismo lugar y en el mismo horario; incluso era tal el
                                nivel de costumbre que hubiera podido apostar dónde se ubicaría cada uno de ellos, con la certeza de no equivocarme. “Buenos días”,
                                era la frase más repetida a esa hora de la mañana, era el ritual de saludo en esa suerte de sociedad de trabajadores que confluía en
                                aquel sitio, a diario. Existía una pluralidad de oficios y profesiones: profesores, educadoras de párvulos, kinesiólogos, trabajadores
                                sociales, administrativos y carabineros; todos ellos con sus rostros pálidos y narices enrojecidas por el frío matutino.

                                   El bus partía como un bólido en la opacidad de las horas previas al despunte del astro rey. Luego el novicio auxiliar, acompañado
                                de un anciano inspector, pasaba revisando los boletos, preguntando robóticamente a los pasajeros su lugar de destino, mantenien-
                                do dificultosamente el equilibrio mientras la máquina acelera y se zarandea por el camino. Cuando la tarea finalizaba era indicio que
                                el conductor podía apagar la molesta luz ambiental para que las personas durmieran un poco más, antes de llegar a sus respectivos
                                empleos. Incluso se podía percibir cómo las conversaciones iban concluyendo para dormitar unos minutos. Suena algo irrisorio, pero
                                se agradecía enormemente. Yo no era la excepción, y con el vaivén del bus, poco a poco me voy sumiendo en el sueño…
                                   Hoy es una extraña emoción presenciar diariamente el amanecer, que tenía para mi dos marcados significados; el primero era un
                                sentimiento de abatimiento físico proyectivo, porque me aguardaba una extenuante jornada laboral, hasta altas horas de la tarde,
                                para luego realizar el mismo viaje de vuelta a mi hogar; pero asimismo, emanaba optimismo y júbilo, con ganas de continuar ejer-
                                ciendo mi amada profesión, retribuida en parte con la imperecedera alegría de los niños con quienes compartía día a día.
                                   Ahora escribiendo estas palabras, puedo percatarme que a diario pasaba por alto algo tan bello como el presenciar un amanecer;
                                que la rutina le convierte en un elemento cotidiano, pero que nunca deja de ser algo de inconmensurable majestuosidad, un espec-
                                táculo gratuito y al alcance de todos, un milagro subestimado.


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