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Para Elisa
En aquella visita a Puerto Montt sentí la necesidad de volver a ese lugar del cual tenía recuerdos
bellísimos y donde tanto disfruté cuando fui con unos estudiantes a exponer sobre un tema que me
generaba mucha atracción: el mundo de los “sangre fría”.
Ahí conocí a Marcela que me había obsequiado su libro sin siquiera conocerme. Marcela había editado
una obra fundamental llamada “Herpetología de Chile”, junto a Antonieta. Ambas habían actualizado
un campo ampliamente olvidado.
Conocía mucha otra gente de la cual había leído algún trabajo científico o que tan solo había visto
por alguna foto, como a Felipe, amante de las ranas y que publicó una bella guía de campo que me
autografió; Andy, quien se había dedicado bastante a levantar el tema de las amenazas de la ranita de
Darwin; Claudio, conocido por su trabajo sobre los sapos en el norte; y Gabriel, un colega médico vete-
rinario, interesado en el manejo de fauna y en las amenazas de la invasora rana africana.
Pasé varias horas entre charlas de ranas, sapos, lagartijas y culebras. Junto con las historias de pasi-
llos, se acrecentó la camaradería y me encontré con la humildad de los diversos investigadores invita-
dos. Y no siendo un detalle menor, en los recreos degustábamos deliciosos kuchenes de murta y de la
conversación con los dueños de casa y su hija, Elisa.
El paisaje lacrimoso de la llovizna del sur revelaba la belleza del bosque, sus matices y aromas. Por
las tardes, el canto de las hylorinas carraspeaba en un charco escondido entre algunos senderos. En
ese ambiente me enteré de la historia de Elisa, quien con su pañoleta en la cabeza me dio a entender el
haber sobrevivido a un tratamiento de cáncer.
Elisa sonreía fácil y a través de su alegría daba a entender que estaba mejor, aunque algunos colo-
res y sombras mostraban aún debilidad en camino de ser superada. Para el año siguiente, en un nuevo
encuentro, Elisa se veía bastante bien y con energía en las actividades de las que participábamos en un
segundo coloquio sobre anfibios y reptiles. Para el tercero, ya no volvimos a Katalapi.
En el terminal de Puerto Montt, junto a los minibuses que se dirigían al primer tramo de la Carretera
Austral, recordé la conversación que tuvimos con Elisa antes de que yo abandonara uno de esos colo-
quios herpetológicos para regresar a mi hogar, distante varias horas al norte. Sentía bastante admi-
ración por su obra, se había convertido en un referente en la conservación de biodiversidad en áreas
privadas. Quería saludarla en persona en ese nuevo viaje a las tierras del Reloncaví.
Pero esta vez, no vi a Elisa. Supe por su madre, Ana María, que estaba bien. No fue extraño no encon-
trarla, había realizado esa visita de forma impulsiva, mientras visitaba la capital de Los Lagos, con la Julio San Martín
esperanza de asirme de nuevo a ese lugar entrañable que guardaba en mi memoria y poder conversar, Órdenes
otra vez, con esa mujer admirable.
Antes de regresar a Puerto Montt, recorrí Katalapi, caminé por esos frescos senderos que tanto
ansiaba, mientras trabajaba entre cuatro paredes durante el árido verano de Chillán. Me entregué a la
sensación de sombría humedaddelos árboles vestidos de epífitas y a la musicalidad de los pájaros que
se cobijan en un bosque. Encontré un lugar agradable para sentarme y abrí un espacio sagrado para
meditar entremedio del follaje y la hojarasca. Un colibrí se me presentó y con la alegría que me dio su
visita, atesorada todavía en mi mente, me alejé de Katalapi.
Años después volvería al parque para un taller. Elisa ya había muerto. En vida había construido
muchas redes para la conservación de la naturaleza; había recibido mucho cariño antes y después. En
esa ocasión estuve con su madre y me pude percatar del dolor oculto en sus silencios, a pesar del cual
seguía siendo muy cariñosa.
Yo venía de mi propia muerte y me sentí vivo los días que me alojé en el parque.
Antes de marcharme visité la tumba de Elisa, alejado de mis compañeros de taller. Junto a ella, me
alegré de estar vivo a pesar de mis infiernos. La vida nos muestra que tiene sentido solo al vivirla, aun-
que tengas la muerte en la vereda del frente y haya que viajar lejos para oler el musgo, una y otra vez,
para recordarlo.
La identidad es un discurso, una
narración: yo soy lo que digo que
soy. Identidad viene de “idea”.
Identidad es volvernos idénti-
cos a la idea original, convertir-
Daniel Las pequeñas rueditas nos en lo que somos, adecuar el
Roa discurso a esa idea que somos…
Núñez Mi primer recuerdo consciente de mi existencia en este cuerpo fue cuando tenía más Para empoderar la identidad, lo
o menos cuatro años. Como todo niño alocado por la inocencia de la vida, del goce y la estratégico es escoger las expe-
simpleza, con la finalidad de disfrutar cada momento, salí con mi bicicleta. No tenía rue- riencias cuyo recuerdo nos dan
ditas pequeñas de apoyo. En una apresurada decisión yo las había sacado para decirle a
mi madre que había aprendido a andar sin ellas. Salí entonces con mi pequeña bicicleta, poder.”
pero la verdad es que no había aprendido a andar en ella sin las rueditas, solo buscaba Ziley Mora
impresionar a mi madre sin razón alguna consciente. Es por ello que salí con ella a dar
una vuelta, pero lo chistoso es que jamás me subí a en la bicicleta, sino realicé toda la
vuelta a la manzana al lado de ella. Cuando llevaba como media cuadra en esta misma
senda, caminando al lado de la bicicleta, recuerdo que me comenzaron a dar unas ganas
terribles de orinar que cada vez se hicieron más fuertes. Ahí ya estaba lejos de mí
casa y como no sabía andar en mi bici para poder llegar más rápido y justo cuando lo
necesitaba, no tuve otra opción que correr con la bicicleta al lado lo más rápido posible.
Lamentablemente no alcancé a llegar a casa a tiempo ya que llegue orinado completo. Ahí
mi mamá se enteró de que aún no sabía andar en bicicleta sin las rueditas pequeñas.
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