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           12 › ESCUELA DE CRONISTAS Y ESCRITORES PARA LA MEMORIA DE ÑUBLE






                      Cucharita de palo                                                         Digna Pérez Zapata
                                                                                                (70 años)
                        Como te voy a olvidar cuando mamá terminaba de hacer el manjar, yo te lamía
                      y relamía. No quería que se terminara ese momento.
                        Todo comenzó cuando sentí ese perfume de manjar hecho en casa. Ese olor
                      me impregnaba mi ser y mis tripas tenían una orquesta de ruidos, esperando que
                      llegara el momento de la finalización.
                        Mamá colocaba en la tapa de la olla un poco para que cada uno de mis her-
                      manos metiera sus dedos y saborearan esa exquisitez.
                        Por supuesto, yo tocaba la cuchara, después cuando me casé seguí haciendo
                      esa delicia de azúcar y leche de vaca. Los hijos felices y todos querían un frasco
                      para cada uno, para comer cuando quisieran.
                        Hoy soy abuela y no lo puedo hacer porque hay una maldita enfermedad que
                      se genera con lo dulce y mi olfato se ha puesto inodoro, privándome de ese
                      rico aroma.






























                   Elsa Marina   Mi perfumada infancia
                    Dinamarca
                      Figueroa     Nací en un lugar llamado Rafael, un pueblito colonial situado a 20 kilómetros de Tomé, habitada por
                     (66 años)  gente sencilla dedicada principalmente a la agricultura.
                                   Sus calles de tierra alumbradas con faroles a carburo eran recorridas cada atardecer por un padre y su
                                hijo provistos de una escalera y dos baldes, uno con agua y otro con piedras de carburo que combina-
                                dos daban vida con su olor y su luz a las últimas horas de cada día. Aprendí a amar ese olor tan particular
                                que con su luz calmaba mis miedos y temores, sobre todo en las noches de invierno.
                                   Cada tarde al volver de la escuela, a la entrada de la casa, nos recibía la inigualable fragancia de claveles
                                y clavelinas que mi madre cultivaba en el antejardín. Una vez dentro, cambiaba mi percepción, porque
                                de la cocina salían los deliciosos olores a pan casero y a leche con cocoa.
                                   Nuestra vecina, Honoria, una santa señora respetada y querida por la gente del pueblo y sus alrede-
                                dores, santiguaba guagüitas aquejadas de mal de ojo y empachos; por eso su casa siempre se veía muy
                                concurrida. Mi hermana y yo disfrutábamos de esa actividad y nos encaramábamos en lo que fuera para
                                no perder ni un solo detalle de lo que allí sucedía.
                                   En un brasero encendido, doña Honoria dejaba caer azúcar y hierbas aromáticas. Tomaba la criatura y
                                la paseaba exponiéndola al humo, hacia la señal de la cruz varias veces en aquel cuerpecito, susurrando
                                las oraciones pertinentes. Finalizando el ritual, se marchaban todos contentos y agradecidos, quedando
                                en el aire ese olor mágico a caramelo, romero, orégano, tomillo, albahaca y otros. Siempre relacioné
                                aquello con algo celestial y divino. Imaginaba que el ángel de la guarda guiaba a las madres de esas gua-
                                güitas hasta la casa de mi santa vecina.
                                   En el sitio de la casa había más flores, árboles frutales y un gran huerto con verduras y hortalizas de la
                                estación, que aportaban también con sus fragancias al medio ambiente. Dentro de este sitio se criaban
                                conejos, pollos, patos y hasta dos chanchitos. El cuidado de todo esto significaba una mezcla de satis-
                                facción y sacrificio: nos turnábamos para regar las plantas y alimentar a los regalones. La tierra mojada
                                y los frutos maduros impregnaban con su aroma una parte del entorno. Otra parte olía menos atractiva
                                porque había que limpiar jaulas y repartir el alimento en los corralitos. Sin embargo debo confesar que
                                el olor del preparado de afrecho con agua y otros agregados de la comida de los chanchos me parecía
                                muy apetitoso.
                                   Por sobre todas las sensaciones descritas se encuentran aquellas que están íntimamente ligadas a
                                mi madre, como el riquísimo olor de agüita de menta con manzanilla para los dolores del estómago.
                                El Mentholatum que servía para casi todo, la Colonia Inglesa después del baño, el olor a limpio cuan-
                                do recogíamos la ropa seca recién lavada. En fin, en todo lo que soy ahora con respecto a los olores y
                                aromas, está el dulce recuerdo de mi madre con su cálida ternura y la fragancia de sus caricias, besos
                                y abrazos que no olvidaré jamás.
                                   Escribir este pequeño resumen de mi “perfumada infancia” ha revivido en mi emociones y hechos que
                                creía olvidados. Siento nostalgia de aquellos años y en lo más profundo de mi alma hubiese deseado
                                prolongar mi niñez.

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