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8.DICIEMBRE.2019 ‹ 11
María Rosario Sentido de pertinencia, de Ser
Rubilar Rubilar
(72 años) Me críe en el pueblo de “El Carmen”, en el campo de mis bisabuelos, el que les pertenecía desde 1873.
Tantas historias, tantas añoranzas. El recuerdo de mi abuelo y el olor del trébol siempre fueron para mí
una sola cosa. Siempre disfruté del aroma a pasto, sobre todo el del trébol. Mi recuerdo tan grabado es
ver a mi abuelo tendido sobre la inmensa alfombra verde, los quillayes y los sauces dándole sombra,
las loicas, gorriones y chincoles que pasaban traviesos volando sobre él.
Después de tanto tiempo sin ver su campo, ya enfermo él y consciente del final y del adiós, yo sentí
en mi corazón su dolor, y su alegría; por ese trébol, esa tierra, esos pajaritos. Nada decía y nadie se daba
cuenta, pero en sus miradas al cielo y al pasto, vi cómo se amarraban alegría y pena en mezcla profunda
e hiriente de lo que fue vida, de la impotencia ante las dificultades, de los errores que no pueden olerse
a tiempo por falta de sabiduría.
Desde su verde alma, el trébol fresco y triste daba cobijo y descanso al abuelo. Él sólo quería quedarse
ahí, en ese agrado, aspirando oler de vida y de adiós que le prodigaba el trébol amado.
Comprendí hoy el porqué de mi emoción al olor de trébol y de todos los pastos. Es el sentido de
pertenencia, de propiedad, de ser, de alegría y pérdida. Pero es así la vida, así son sus armas, fijados a
la mente, quizás sin darnos cuenta, quizás sabiendo y trayéndolo al presente.
Sergio Sur Olores de
(Pseudónimo, 77
mi Infancia
años)
Entonces me inventaron un
robot
que oliera los manzanos
madurando,
este fue exacto en la descripción
y composición de ese aroma,
pero yo no estaba en él…
La flor del pasado Emilio
Andrés
Recuerdo que un día paseando en una cáli- Mellado
da tarde de primavera paso por el lado de un Cáceres
magnolio. Me detengo y observo absorto lo (29 años)
níveo de sus flores y el dulzor de su esencia,
que impregna el aire con un suave bálsamo;
una ambrosía para los sentidos. Inmediatamen-
te vuelvo a mi infancia, a esos alegres años
de inocencia, donde todo era más sencillo,
más práctico y carente de todos los proble-
mas que conllevan la ajetreada vida de adulto;
y vislumbro la faz de mi tía del furgón, que
amablemente me recibía al abordar el vehículo
con un afable saludo; y al pasar por su lado
siento su tenue aroma. Una fragancia perma-
nente con el paso de los años; sin embargo,
su rostro se marchita y pierde juventud, pero
su aura sigue intacta, su sonrisa permanece
impasible y mis amigos del furgón crecen
conmigo entre conversaciones triviales, risas
y travesuras propias de la niñez.
Vuelvo en mí, y me veo de pie a un lado
del majestuoso magnolio, preguntándome
lacónicamente qué será de ella, qué será de
mis amigos, qué será de ese pequeño fur-
gón amarillo que tantas alegrías nos trajo en
nuestros años escolares. Y todo ello evocado
simplemente por el apoteósico encanto de
una flor; el hechizante magnolio y su entra-
ñable recuerdo.
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