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aporte mapuche de su sangre pronto nació una vasta generación de mestizos,
          perpetuándose hasta nosotros.
           Todo ese conjunto de influjos sería entonces un “traductor del medio ambien-
          te”, capaz de modificar la expresión de los genes, al funcionar como un registro
          de ese entorno. Por tanto, asumimos que el factor principal de modificación
          biológica en una persona sería su correlato interno, es decir el tipo de percep-
          ción del mundo que adscribe, impuesto y condicionado por el vehículo de esa
          percepción: el lenguaje.
           Qué duda cabe que las experiencias de nuestros padres y abuelos fueron mol-
          deadas por el tipo particular de lenguaje al que fueron expuestos. La palabra
          hizo mutar sus genes.  Y ésta fue en Ñuble el zungun (palabras que brotan de
          la tierra) que troqueló nuestro inconsciente colectivo y quedó asociada en la
          nomenclatura del paisaje, en el modo como la gente nombra las cosas.
           Así, se consolida la noción de que nuestras propias experiencias pueden marcar
          nuestro material genético de una forma hasta ahora desconocida, y que estas
          marcas pueden ser transmitidas a generaciones futuras.
           Es lo que también persigue esta edición. Porque esas experiencias aparecen
          radicalmente condicionadas por la toponimia, por el significado colectivo que
          impone la etimología de los nombres de los lugares, el glosario cotidiano en
          uso.
           Nos persuade que el ADN no es destino: son las voces del lenguaje, los voca-
          blos, lo que a la larga configuran nuestro mundo, interno y externo. El destino
          es entonces la dinámica social del lenguaje, asociada al significado de los lugares
          concretos definidos por los topónimos, que a larga nos determinan.
           En definitiva, se trata de conservar y reavivar una determinada conciencia
          epigenética de lo que fuera -y de alguna manera todavía es- nuestro entorno;
          ese bosque de vegetales y de palabras nativas propias.
           Por eso escribimos este libro, justo al momento de renacer como Región de
          Ñuble. Vale decir, junto con seguir siendo nosotros en la danza del mundo y en
          la polifonía de voces, es preciso encontrar la propia y muy personal manera de
          encajar con el cuadro total. Y ello, sin que sea a costa de nuestra renuncia a ser,
          sin que signifique un desgaste o deterioro personal de los significados.
           En el fondo, y en un sentido práctico, debemos desarrollar la habilidad para
          ser bilingües de la vida; vale decir cultivar el lenguaje del mundo y el lenguaje
          del ser, uno como instrumento para el convivir y el otro para alimentar el existir,
          para ser, de verdad, más y mejor.







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