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La hipótesis telúrico-espiritual sugiere que el desarrollo de un territorio
como Ñuble estaría directamente inducido, o inconscientemente motivado, por
ciertas influencias de fuerzas energéticas y/o por inspiraciones que nos sugieren
o provocan el paisaje telúrico, el entorno y su historia. Mas bien de una proto-
historia, que iría muchísimo más atrás de la etapa criolla-mestiza, proviniendo
acaso desde el remoto pasado de su tronco indígena o de los primeros clanes o
lofque que hicieron de este territorio el escenario de sus acciones. Y estas, bien
podrían haber sido actividades rituales o sacramentales, que habrían dejado en
el paisaje, en el aire, en el agua, en las rocas un impronta de llamado a una misión
elevadora de lo humano, recogida después por algunos individuos preclaros,
auditores de dicha impronta.
Entonces, aparte del estímulo emprendedor del pujante y a la vez difícil entorno
inicial, fue a causa del ejercicio constante de la voluntad, el que pronto fue factor
hereditario, o al menos un modelo de conducta a imitar por las generaciones
siguientes. Caso paradigmático de esta fuerza interna la podemos apreciar en
el joven O’Higgins en Talca, Santiago, Lima o Londres, cuando todavía era
simplemente el “huacho Riquelme”, superando con temple notable el estigma
de ser un bastardo. Aparece en el joven Claudio Arrau, en las soledades de su
práctica frente al piano en la fría Alemania. Se repite en Violeta Parra, cuando
en Paris y sin recursos, lejos de sus hijos que se morían en Chile, le mueve el
recuerdo de su padre guitarrero y cantautor que contra viento y marea fue fiel
a su vocación de artista en San Fabián de Alico y San Carlos. No en vano Chillán
es la ciudad chilena que en tres siglos, en cinco ocasiones, debió ser refundada,
y por tanto, es la que más destrucciones, ataques indígenas y reconstrucciones
tuvo que superar en toda la historia de Chile.
La crisis, el derrumbe, el desamor, la falta de financiamiento, no son excusas
para claudicar. Al contrario, se vuelve acicate y casi levadura para el logro, un
aguijón para ver terminada la obra. Tal como Virginio Arias, ese campesino de
Ránquil autor del monumento al Roto Chileno, que en la miseria, desamparado
y ciego, seguía esculpiendo a tientas, al puro tacto de sus añosas manos.
La epigenética de los nombres, esa mutante gramática de la realidad, nos
plantea que lo que somos y, sobre todo, lo que seremos, no está del todo defini-
do por el ADN heredado. Entonces, la expresión de nuestros genes puede ser
modificada por el entorno en el que crecemos, los alimentos que consumimos,
nuestra conducta, la conducta de nuestros padres, el pensamiento, nuestras
creencias, entre otros factores.
El conquistador español, al cambiar aquí dramáticamente su entorno, al reci-
bir estímulos tan diferentes a los europeos, sin duda que le significó modificar
sus genes, amén de luego alterarlos profundamente en sus hijos, ya que por el
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