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        Mini biografía olorosa                                                               Desgranar buenas palabras sincerándose
                                                                                             con uno, es despejar obscuridades sobre
                                                                                             una papel: ellas van abriendo sendas hacia
          En mi caso, todo aroma que conoces tú, sí, adivinas, lo he conocido también. Sin   nuestro propio misterio”.
        embargo, recuerdo aquel invierno del ´95. El principio de días en los que, por una
        infección, todo cuánto podía oler carecía de su verdadero olor.                                            ONTOESCRITURA,
          Recuerdo las recetas caseras, tomar aguas de hierba, el cucurucho de papel en mi oído            Ziley Mora y Birgit Tuerksch
        para que el calor hiciese algo porque mis oídos también estaban sensiblemente afectados.
        Y aún con eso, yo no podía oler. O tal vez sí y era la infección la que me secuestraba. Una
        buena terapia médica y reposo me repusieron en los días previos a entrar a clases.
          Volví a sentir que mi olfato era secuestrado el segundo semestre del año 2010,
        momento en que un regreso de mi práctica laboral me trajo en bus hasta Chillán. El
        calor, la aglomeración de pasajeros y la despreocupación por el aseo de algunos de ellos,
        confluyeron a que mi olfato me dijese: adiós, hasta pronto, amigo. La vi saltar del bus
        tras compadecerse de la gente que lamentablemente también había perdido su olfato,
        al menos, temporalmente. Fue el momento en que conocí por primera vez el significado
        de la expresión: “olor a rodilla”.
          Lo anterior me hizo valorar el olfato, saber que está ahí, que me acompaña y también,
        que debo atenderlo; si lo quieren secuestrar, ahí tengo mi extintor llamado “perfume”
        a un toque de gong, al lugar al que vaya, día a día.

        Wilbert Gallegos
        (36 años)

































                  Mis olores de la infancia



                     Mi casa era de barro, con paredes gruesas de 80 centímetros. Techado de teja y de un solo piso. Estaba dividida en dos partes: una delantera que daba a la calle,
                  con un patio mediano empedrado, una lavandería de cemento, con dos piedras a los costados unidas por un estanque, en que se acumulaba agua para lavar ropa
                  o bañarse. Rodeado de piezas, entre ellas había una panadería, un horno de barro y ladrillo, tan antigua como la casa, del que salía un olorcito rico a pan recién
                  horneado, en la mañana y en la tarde. En esta trabajó mi abuelo, después mi padre y al final fue arrendada.
                     Al costado derecho del patio había un corredor largo, a mano derecha el baño de los inquilinos, piso de madera, una barbacana de un metro hecha de cemento
                  y ladrillo,   que separaba éste de un patio muy amplio de tierra, con un espacio de hierba. Dos hermosos árboles de Capulí, poco carnoso pero con un muy dulce
                  fruto negro, fueron los columpios naturales en la infancia. En la parte trasera del patio, unas piedras de lavar, conectadas por un estanque gigante que usaban
                  quienes vivían en este lado.
                     Era la casa familiar, pero se arrendaban piezas a particulares. Nosotros vivíamos en la parte delantera. Teníamos un negocio de víveres. Mi casa era el centro de
                  convocatoria de toda la familia; se festejaban cumpleaños, matrimonio, se cantaba, tocaba guitarra y se bailaba mucho.
                     Recuerdo un día que no sé si fue viernes o sábado, como a las tres de la tarde volvía de jugar, cansada, sucia de tierra el vestido, las mejillas coloradas, con mucha
                  sed y hambre.
                     Mientras me acercaba, un olor entró profundo por mis sentidos, un aroma a masa de maíz dulce, envuelta en hojas de achira, cocinándose al vapor en una
                  paila grande de cobre: ¡Mmmh, tamales! Y en otra paila, el perfume del choclo tierno molido envuelto en sus propias hojas. La hoja de choclo, que desprendía al
                  ambiente un delicioso aroma a humita, tiraba de mí como un hilo invisible, acercándome a ellas, haciendo que mis papilas salivaran y mi estómago rechinara
                  como un mueble viejo
                     al que hay que aceitar.
                     Apenas asomé la cabeza, y ya me disponía a tomar una, a sabiendas que me quemaría, estaba tentadora, ofreciéndose generosa, sabrosa, olorosa para calmar
                  mi hambre. Repentinamente, un grito disonante llegó a mis oídos: “¡No…anda a lavarte las manos Carmela! Pero que cochina estás. ¿Te bañaste en tierra?”
                     Yo no me di cuenta que la familia en plena estaba poniendo la mesa grande para compartir estos manjares deliciosos.
                     Ho,  para vivir este recuerdo, cierro los ojos y recreo sus aromas en mi memoria. Vuelvo a mi casa, a mi madre, a mi padre, a mis raíces y siento una profunda
                  emoción. Me conecto, buscando los elementos materiales para objetivar esos dulces olores que me traen a mis juegos y travesuras de mi niñez. Y se convierten en
                  alegría, reflexiones y desafíos.

                  Carmen Serrano /Maiza
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