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Recuerdos de
un día de mi infancia
No hay experiencia más subjetiva que el paso del tiempo en la infancia. Los días eternos hacían eternas también las horas, dejando
impresiones en el alma infantil, entonces lábil y plástica. Narrar un día típico de esa época, es entonces un buen recurso para produ-
cir un texto. Se trató aquí de reproducir con palabras lo que en verdad nunca se ha ido de nosotros. Ese tiempo congelado se licúo en
palabras con este ejercicio.
Un ángel a los
10 años
Mis padres eran muy católicos y nos llevaban a misa los domingos,
también rezaban el Rosario y nos ingeniábamos para hacer nuestro propio
pesebre. Los padres no intervenían en eso. Con esa forma de vida, los siete
hermanos sabíamos todos los rezos. Yo era una verdadera lora, muy rápida
para decirlos, pero sin saber qué decía.
Las mujeres en la Purísima y los varones en el Seminario. Cuando llegó
la etapa de hacer la primera comunión fui preparada en el Catecismo por la
Madre Clara, ella era la ecónoma del colegio. Por lo tanto, era muy gordita.
Me quería muchísimo porque era seca para los rezos, sacándome adelante
para decir el Credo, Padre Nuestro, Señor Mío Jesucristo, entre otros. Era
buena para leer las historias de los Santos, “Vidas Ejemplares”.
En la biblioteca de la casa había mucha lectura de todo orden. Llegó el
momento del rito, todos se preparaban con el vestuario que era como si
fuéramos novios chicos, los recuerdos que se entregaban los veía tan bri-
llantes que creía que tenían oro. Mamá solo compró un bello velo blanco en
Casa del Niño, que fue entregada por una monja para hacerme una toca. Este
personaje me consiguió un vestido que había lavado y perdió el almidón,
por lo tanto se había desinflado. Mamá me compró zapatos de color café,
no blancos, ya que esos eran para usarlos una sola vez, un gastadero.
Cuando estábamos en la fila para entrar a la iglesia del colegio llegó una
inspectora y me sacó de la fila diciéndome que no podía entrar a la casa
de Dios así. Me llevaron a una escuela que estaba al lado y le sacaron las
Digna Pérez Zapata zapatillas blancas de gimnasia a una niña y le pusieron los zapatos café. Yo
(70 años) estaba a punto de llorar. Me di ánimo y pensé que a la entrada de la capilla
Dios me vería muy feliz y sentí la sensación de convertirme en un ángel que
volaba y no caminaba. Cuando me dieron la hostia pensé que era una santa.
Se terminó el rito y me despojé de la ropa y me puse mi uniforme. Entendí
que lo material no importa, sino lo profundo de tu corazón.
Creo que el día de hoy tengo una estrella que me ilumina y da fuerzas
para llevar una vida feliz.
La niña superpoderosa María Graciela
Muñoz
(78 años)
En Chillán, como en cualquier parte del mundo, la primavera es una estación hermosa, especialmente de octubre en adelante, pues
en septiembre todavía llueve y el viento del sur es muy helado. En el patio interior de mi casa había, entre muchos árboles frutales, dos
naranjos antiguos, altos, gruesos, de ramas muy firmes, que yo trepaba con facilidad. En uno de ellos, a una altura, de tres a cuatro metros,
tres ganchos gruesos y paralelos hacían una especie de plataforma curva hacia el norte.
Mi escuela fiscal estaba a media cuadra de mi casa también hacia el norte. Mi jornada escolar era solo en la mañana; en la tarde iban los
niños más grandes. En esos días soleados y cálidos, después de almorzar en familia, mis padres volvían a sus trabajos y la casa quedaba
en siesta. Yo tendría s ocho o nueve años. Mi nana seguía con sus labores: lavar la loza, asear la cocina, alguna cosa más, y descansar un
rato. Yo, invisible me escabullía al patio y subía con gran agilidad al naranjo.
Ya en días anteriores, también invisible, había acarreado un grueso plumón -de plumas de pollo-que se usaban a los pies de las camas
en invierno; lo tenía instalado en los tres ganchos y me tumbaba cómodamente a observar mi entorno. Miraba hacia abajo y veía el ir y
venir de la gente que circulaba por el patio; las nanas, las costureras de mi abuela que tenía un taller de camisas y ropa interior sólo de
caballeros. Las escuchaba reír, conversar y me divertía saber que ellas no tenían idea que eran observadas.
Cada una hora, tocaba la campana de la escuela, y el griterío de los niños en recreo me llegaba potente, a veces creía entender lo que
decían; dos recreos y la salida a las cinco con sus correspondientes griterío. En los intervalos, había un silencio lleno de ruidos lejanos,
bocinas, frenazos, gritos, maquinarias. Todo era mágico y yo tenía poder sobre todo y todos. Me gustaba estar en esa soledad, a veces
dos a tres horas. Nunca supe si alguien me echaba en falta o si sabían dónde estaba. Creo que no. Fue mi secreto. Mi etapa de niña super-
poderosa e invisible.
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